Aproximaciones al terreno de la realidad
Queridos estudiantes, nuestra primera unidad de este año se llama:
Aproximaciones al terreno de la realidad en la literatura. Me gustaría
decirles, en primer lugar, que nuestra materia es muy interesante porque la
Literatura tiene la particularidad de abordar distintos temas a partir de lo
que llamaremos ficción. Quiero decir con esto que, no importa si el cuento es
más realista que otro, siempre se debe leer y trabajar a partir de la ficción.
Les pido por favor que leamos atentamente los siguientes conceptos que
nos servirán para adentrarnos en nuestra materia.
¿Qué es la Literatura?
La literatura es un producto de la creación humana y no está exenta de
las transformaciones históricas y sociales que vive la humanidad. A lo largo de
la historia y desde los primeros relatos orales, la idea de literatura y la
certeza sobre qué textos podían considerarse literarios se fueron modificando.
Hoy en día, cuando nos preguntaos qué características comparten los
textos a los que llamamos literatura, posiblemente pensemos en autores,
personajes, en un uso particular del lenguaje, en ficción. Pero estas nociones
no siempre sirvieron para definir a un texto como literario.
La función que cumple la literatura en la sociedad se transformó tanto
como la sociedad misma a lo largo de los siglos. Por ejemplo, en su momento
hubo relatos que cumplían funciones didácticas, como explicar los cambios de
estaciones; hoy esa función la cumple principalmente el discurso científico.
Así, en un principio, el relato estaba asociado a transmitir
conocimientos sobre el mundo o a propiciar la unidad identitaria de un pueblo.
Eran relatos anónimos, luego, con el advenimiento de la Modernidad, se instaló
la noción de autor.
Diversos factores, entonces, influyen en la idea de literatura que
tenemos. Hoy podemos pensar en la masificación de la alfabetización, las
instituciones educativas y el mercado editorial, entre otros.
Actividades:
El texto que a continuación propongo, “El Fin” de Jorge Luis Borges,
está vinculado con un texto fundamental de nuestra Literatura argentina y que
ustedes conocen, El gaucho Martín Fierro de José Hernández.
1.- ¿Cuáles son los aspectos que podrías vincular con el gaucho Martín
Fierro?
2.- Por qué crees que este relato pertenece al género realista.
3.- ¿Conocías algo del autor del texto, Jorge Luis Borges?
4.- ¿Quién es el narrador del cuento?
5.- Elabora una hipótesis de lectura del por qué este relato se
llama “El Fin”.
6.- Escribe un glosario con las palabras que no comprendas.
Jorge Luis Borges
(1899–1986)
“El fin”
Recabarren, tendido, entreabrió los
ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un
rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y
desataba infinitamente…
Recobró poco a poco la
realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin
lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las
piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la
llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con
el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del
catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole
los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche
con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga
payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la
espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a
cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a
ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese
contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había
muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de
apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos
con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó
la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América.
Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y
pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos
aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con
los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que
no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda
jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el
último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el
horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa.
Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no
la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al
trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó
chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la
pulpería.
Sin alzar los ojos del
instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que
podía contar con usted.
El otro, con voz áspera,
replicó:
—Y yo con vos, moreno.
Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin,
el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a
esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin
apuro:
—Más de siete años pasé
yo sin ver a mis hijos.
Los encontré ese día y no
quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo
el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se
había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la
paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos
—declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras
cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió
la respuesta de negro:
—Hizo bien. Así no se
parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo
el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que
yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo
oyera, observó:
—Con el otoño se van
acortando los días.
—Con la luz que queda me
basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y
le dijo como cansado:
—Dejá en paz la guitarra,
que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a
la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en éste me vaya
tan mal como en el primero.
El otro contestó con
seriedad:
—En el primero no te fue
mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alejaron un trecho de
las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la
luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó
las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle
antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su
maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
Acaso por primera vez en
su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se
entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde
en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice
infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una
música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó,
perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda,
que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a
precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía
laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con
lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era
nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado
a un hombre.